Las Lágrimas
de la Virgen
De: ESTHER MARGARITA ALLISON
Cuentan los viejos decires que, una vez, a la
Virgen de Huanta, –primoroso pueblo ancashino–, se le perdió el Niño. Como todos
los pequeñines, traviesuelo, pidió permiso a su mamá para jugar un rato, y ella,
juzgando que estarse todo el día quietecito entre sus brazos ahí, en la iglesia
solitaria, podía serle cansador; lo bajó diciéndole amorosamente:
–Anda, hijito mío, pero no te me demores
mucho...
Jesús se echó a correr hacia el campo y María,
sonriendo lo vio desaparecer entre los retamares amarillo. Como lo sabía dócil y
obediente, no pensó que se alejaría demasiado... Pero la mañana pasó, vino la
tarde y no regresaba el Niño.... La Virgen desosegada, no cabía en sí de la
zozobra, y, cuando llegó la noche, no pudo más con la inquietud y salió a
buscarlo.
Al mirarla, se encendieron gozosas las
luciérnagas.
–¿No habéis visto a Jesús?... –les preguntó
la Virgen–.
Su voz, toda música, se esparció por el
viento y los vecinos de pueblo comentaron al oirla:
–¿Qué nuevo pajarito canta así, con tan dulce
angustia?
Pero las luciérnagas, acabando de despertarse,
no supieron informarle. Anhelante, interrogó María entonces a la acequia, que
ya se adormilaba como un corderito de espuma:
–Agüita, agüita, ¿No jugó contigo mi Niño?
–Sí, –contestóle apenas el arroyo, cabeceando
por el sueño–. Estuvimos jugando juntos, pero él me dejó atrás, rezagadito...
La Virgen continuó andando, turbada. Les
inquirió a los sauces:
–¿No se trepó Jesús a vuestra ramas,
arbolitos verdes?...
–Sí, –le respondieron, inclinando
afirmatívamente las despeinadas cabezas–. Se meció en nuestras hojas, lo mismo
que un zorzal... Pero se fue después hacia los cebadales...
Brillantes espiguitas –indagó ansiosamente
María junto a la cebada–, ¿No os acarició ni Niño?...
–Sí, –replicaron, agitándose todavía en el
recuerdo jubiloso– y, por eso estamos ahora tan lustrosas... Pero luego se
marchó a conversar con el alfalfar...
La Virgen, más y más oprimida por la congoja,
se deshizo en lágrimas...
–Vaya, –se dijeron los vecinos, escuchándolas
caer blandamente sobre la tierra–, ¡Qué modo de llover tan suave!
Pero cuando averiguó por su hijito a la
alfalfa, ésta le repuso solamente:
–Sí, pasó por mi lado, y, al rozarme, me dejó
cubierta de trocitos de cielo... Pero siguó de largo...
La desazón le mordía a María el corazón... ¿
A dónde ir?... ¿A Quién preguntarle?... Y, sollozando, sus mejillas
empalidecieron como jazmines con rocío... De pronto, en la espesura divisó un
insólito resplendor. Caminó presurosa hasta allí, y, entre los trigos maduros,
halló a Jesús, profundamente dormido... La Virgen lo alzó hacia su pecho, y,
estrechándolo, retornó, ya feliz a su retablo mientras quedaba el trigal
misteriosamente iluminado...
Pero, entre tanto, sus lágrimas al rodar por
la hierba, se habían convertido en unas liliales estrellitas, tersas y cándidas
como la misma nieve...
–Vaya, –dijeron al advertirlas los vecinos–,
¡Qué preciosas flores, qué puras, qué frescas!... ¡Si parecen lágrimas de la
Virgen.
Y de allí, les viene el lindo nombre.