Aquel día cambió totalmente su vida.
Pero antes que eso ocurriera, Javier era un niño muy gracioso. Le
gustaba que su mamá le pusiese el mameluco blanco, la corbata con
estampas multicolores y siempre le pedía a su papá un pañuelo floreado
de los más rutilantes.
Sabía cantar y bailar y hacía a todos desternillarse de risa.
De tanto que pedía corbata, la mamá
había recogido aquellas que ya no usaban el papá y los tíos y que eran
de mil colores vivaces.
Y cuando se las ponía le echaba el nudo
por el lado delgado, porque si lo hubiera hecho por el lado normal le
hubiera quedado tan ancha como un babero.
Pero cuando la mamá estaba apurada en
otras cosas y él insistía en que le pusieran una corbata, ella le
amarraba lo que encontraba a la mano. Entonces el pobre Javier andaba a
veces por la casa con una media de colores colgada al cuello. Y
¡cuidado!, nadie se la podía quitar porque para él era su corbata
adorada.
Y así era: un chiquillo muy pedigüeño.
Le gustaban las cosas que lucían intensas, frescas y hermosas.
Un día se le ocurrió pedir que le
compraran unos zapatos de charol que había visto en el bazar del pueblo.
Pero esos zapatos costaban carísimo para
la familia. Más de lo que el padre ganaba en una semana completa de
trabajo.
Desde esa fecha todos los días, ni bien se levantaba, pedía:
—Papá, ¡cómprame mis zapatos de charol!
Y seguía con su letanía en el desayuno:
—¡Cómprame mis zapatos de charol!
En el almuerzo otra vez estaba con la cantaleta:
—¡Cómprame mis zapatos de charol!
Se acostaba en la noche con el mismo disco rayado:
—¡Cómprame mis zapatos de charol!
Hasta que un día el papá, para sorpresa de toda la familia, le dijo:
—Te voy a comprar tus zapatos de charol.
Javier corrió a pasarle la voz a primos, vecinos y amigos del barrio:
—¡Mi papá me va a comprar mis zapatos de charol!
Pasados unos días, verdaderamente se los compró.
Pero ese mes ya no tuvieron cómo cubrir
los gastos que demandaba adquirir azúcar, mantequilla, carne o pan.
Cuando se los puso, Javier se sentía en
las nubes. A todo el mundo le enseñaba sus zapatos, que reflejaban como
espejos los rostros de los niños que se acercaban asombrados a
admirarlos.
Una mañana nublada en que andaba
luciéndose como un pavo real, la mamá le ordenó que fuera a comprar un
carrete de hilo a la tienda del señor Urquizo.
Cuando estaba de vuelta encontró en la
calle a un niño muy pobre que tenía la camisa llena de agujeros, el
pantalón hecho flecos; por ahí se le veían unas rodillas escuálidas. Los
pies descalzos le sangraban.
Javier muy conmovido le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
El niño se encogió un poco asustado. Tenía el rostro reseco por el frío.
—¿En dónde vives?
Tampoco respondió nada.
—Y ¿tu papá?
—No tengo papá, atinó a escuchar Javier.
—¿Y tu mamá?
—Murió.
Javier se aproximó más a él. Vio que
tenía los ojos casi llagados y las manos llenas de ampollas.
—¿Has tomado desayuno?
—Yo no tomo desayuno, respondió.
—Y ¿no te da frío caminar así, y con los pies que te sangran?
El niño no respondió.
—¿Y no te da hambre estar así sin desayuno?
Tampoco contestó y, al contrario, hundió la cabeza ensombrecida hacia su pecho.
—¿Y no extrañas a tu papá y a tu mamá?, preguntó con la crueldad ingenua de un niño.
Al niño se le enturbió la mirada y agachó aún más la cabeza.
Javier vio el cartílago transparente de
sus orejas. Entre la ropa y la espalda doblada su débil piel morena
pegada a los huesos. Y una mata de cabellos puntiagudos apareciéndole
por la nuca.
Javier se sentó, se desató los pasadores
y se sacó los zapatos de charol, mientras el niño miraba sin entender.
Luego hizo que se recostara en la pared y le puso en los pies
sangrantes, uno a uno, los zapatos relucientes.
—¡Te quedan bien! Son lindos, ¿no es cierto? ¿No te aprietan? Son tuyos. Te los regalo.
Javier pegó sus ojos a los ojos del niño
haciendo piruetas. Danzó su mejor baile. Le hizo “el salto del gato”
que tanto hacía reír a su abuela. ¡Nada! El niño no se reía.
Se despidió y Javier prosiguió su camino
con los pies desnudos, sorteando a saltos las piedras ásperas de la
calle y entró por la puerta de su casa.
—¡Qué te ha pasado!, gritó la mamá al verlo.
—Mamá, hice una acción muy buena. He regalado mis zapatos a un niño pobre.
—¿Qué? –dijo la mamá asombrada.
Javier entonces caminó hasta la habitación en donde estaba su padre.
—¡Papá! Hice una buena acción. He regalado mis zapatos de charol a un niño muy pobre.
—¡Cómo!, dijo el padre levantándose.
—Había un niño pobre, un niño que no tiene ni papá ni mamá.
Su ropa la tiene destrozada. Tampoco ha
tomado desayuno. Y yo le he regalado mis zapatos de charol.
—¿Qué cosa dices? –increpó el papá, alarmado.
—¡Te los ha robado!, volvió a alzar la voz la mamá.
—¡No! ¡Yo le he regalado!
—¡Estás loco!, dijo fuera de sí el padre, –¿Por qué hiciste eso?
¿Has perdido tus zapatos que tanto me
han costado? ¡Me los traes ahora mismo!, sentenció colérico.
Y fue hasta el sitio donde colgaba el látigo.
—No, papá. Los he regalado a un niño pobre.
—¡Cómo vas a regalar tus zapatos que tanto me han costado!
¿Quién te autorizó a hacerlo? ¡Me los traes en este instante!
Y enrolló el fuete en la mano.
—¿Y dónde está ese niño?, preguntó la mamá anhelante.
—Lo encontré al salir de la tienda.
—Entonces corre. ¡Vamos a buscarlo!
—¡No iré!, se enfadó.
Lo agarraron a la fuerza y lo arrastraron por la puerta.
Y no tuvieron que ir lejos porque ahí estaba el niño, esperándolos en la calle desolada.
Se había sacado los zapatos y los tenía acunados en los brazos.
—Señora, dijo, haciendo el mayor esfuerzo por hablar, tome estos zapatos. Yo no los necesito.
—Y tú, ¡por qué los tienes! –le increpó violenta.
—Me los regaló su hijo, que es un niño
bueno. ¡No lo castigue por favor! Yo no quiero tener ahora esos
zapatos–. Y se puso a gemir.
La mamá los cogió bruscamente. Jaló a Javier y ya de regreso le ordenó:
—¡Póntelos, que te lastimas los pies!
—¡No quiero ponérmelos!
—¡Póntelos, te digo!
—¡No me los pondré jamás! –dijo en un
tono de voz que asustó a su madre y que por primera vez no era la de un
niño.
Y Javier no se los volvió a poner, porque nunca más los volvió a considerar suyos.
Relucieron con un brillo triste en uno de los armarios de la casa.
Javier también dejó para siempre su
mameluco blanco, sus corbatas con estampas encendidas y sus pañuelos de
flores multicolores.
Y junto con otros objetos amados, los
zapatos de charol, que él quiso tanto, se fueron quedando olvidados
entre las cosas pequeñas y grandes de su infancia.
Hasta un día, ya joven, que vino
acezante; con la mirada que le brillaba y agitado hasta las lágrimas.
Entró atropelladamente y los sacó de su armario:
—¡Son éstos! –decía– ¡son éstos!
Los envolvió y fue con ellos hasta la
Plaza Mayor en donde aún continuaba la concentración donde el Presidente
había dicho a la multitud desde el balcón de la plaza pública:
—Fue un niño de este pueblo quien me dio
una lección que cambió totalmente mi vida; porque yo estaba vencido y
sin ninguna esperanza y él me regaló lo más precioso que tenía: ¡sus
zapatos!; por lo que fue duramente castigado delante de mí. No sé quién
fue, pero él me enseñó un valor muy importante que debemos hacer
prevalecer entre todos nosotros los hombres: la hermandad, la ayuda
mutua, la solidaridad. Y mucho más cuando ella se hace a favor de un
desconocido y nos cuesta dolor y sacrificio, como le costó a él.
Javier volvió a acariciar los zapatos y
con ellos en los brazos escribió una nota donde decía: “Creí que todo
estaba perdido en mi vida y ahora yo soy el que es salvado por usted”.
Pidió, al pie de la tribuna, con las
manos que le temblaban, que alcanzaran esos zapatos al Presidente. ¡Que
éstos eran aquellos zapatos que había referido en su discurso! Los
guardaespaldas quisieron retirarlo a empellones al ver sus ojos
enrojecidos, sus cabellos
desgreñados, y su cuerpo esquelético.
Pero, cerca estaba un miembro importante de la comitiva que se aproximó a
él y a quien dijo:
—¿Y tú eras el niño?
—¡Sí! ¡Y éstos son los zapatos a los cuales se ha referido el Presidente!
Quisiera que lo haga llegar como el
obsequio prohibido que hasta hoy estuvo aguardando esta hora.
Y entregó los zapatos que en ese instante volvieron a relucir con su brillo antiguo.
Al pasar por una calle arrojó en una
alcantarilla los últimos cigarrillos con droga que él mismo había
envuelto y reservaba para fumarlos esa noche. Y desapareció entre la
multitud, que seguía aplaudiendo, lleno de un gozo que no había
experimentado antes y sintiendo que renacía hacia la vida.
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