Cuando tenía cinco años, mis padres me compraron una. Pero a la
primera caída, decidí que eso no era para mí. Mis padres eran
intelectuales. No se les ocurrió mejor idea que respetar la decisión del
niño en vez de obligarlo a aprender, como Dios manda.
A los veinte años, mi chica insistió en enseñarme. Como estaba
enamorado, acepté. Mientras yo me caía y hacía el ridículo, su hermanita
de seis años pasó a nuestro lado en su bici sin rueditas y me dijo, con
una sonrisa de sorna:
-¿Tan grandazo y no sabes montar bicicleta?
Me largué de ahí. Y rompí con esa chica.
Ante la incomprensión del mundo, suelo defenderme con un argumento
de física elemental: es absolutamente imposible que las bicicletas se
mantengan erguidas. Las cosas, si no tienen apoyos, se caen al suelo.
Todo el mundo lo sabe. Un día, de repente, todos los ciclistas del mundo
se darán cuenta, y se partirán la cabeza.
Creo que, de tanto repetirlo, me lo he llegado a creer.
Pero ahora tengo un hijo. Y ese canalla insolidario y mezquino de
cinco años ha aprendido a montar bicicleta. Lleva meses diciéndome:
–Papi ¿no te gustaría ir juntos en bicicleta?
O:
–Papi, qué pena que no sepas montar.
O la más humillante:
–Papi, si quieres te enseño a montar.
Los niños te vuelven adulto. Te hacen notar y corregir todas las
carencias de ti mismo que siempre te negaste a afrontar. Desde el
nacimiento del mío, he sacado el carné de conducir, he hecho terapia,
aprendido catalán, practicado ejercicio, luchado contra mi neurosis,
mejorado mi relación con la tecnología y organizado mi contabilidad.
Pero comprendo que ha llegado la hora de dar el último paso hacia una
adultez plena.
Durante una semana, busco en Internet instrucciones para montar
bicicleta. Cómo poner la cadera. Qué precauciones tomar. No hay nada. Es
una ciencia sin teoría. ¿Cómo rayos ha aprendido todo el mundo?
Al final, recluto como profesor particular a mi amigo más deportista. El pobre cree que va a ser fácil.
–Diez minutos –me dice–. O diez segundos. Montar en bici es lo más sencillo del mundo.
–Hermano –le respondo tristemente–, no sabes con quién estás hablando.
Escogemos una calle peatonal y vamos de noche, a la hora en que no
circulan niñas tocapelotas como la hermanita de mi ex. Y me subo en la
bicicleta.
–¡Ahora pedalea!
Al primer esfuerzo, me caigo. Y al segundo. Y al decimocuarto. Mi
amigo me empuja en la bicicleta como a un niño. Y tampoco funciona. Mi
amigo teme que yo tenga una enfermedad neuronal. Puedo leerlo en su
rostro.
Los transeúntes creen que voy borracho o drogado, cosas más normales
que no saber montar bicicleta. Yo me sigo cayendo. Estoy bañado en
sudor y ni siquiera he avanzado un metro. Estoy a punto de dejarlo e
irme a mi casa a llorar.
Hasta que, al fin, entiendo la única lección que hay que aprender, la que no está en Internet: sigue pedaleando.
Cuando te vas a ir de cara contra el suelo, no te detengas: acelera.
Es difícil que tu cuerpo acepte esa regla porque atenta contra todo
instinto de autoconservación, igual que la bicicleta atenta contra la
regla física de que debería caerse.
¿Por qué me cuesta más aprender a mí que a un niño de cinco años?
Porque tengo más miedos: Si tuviese cinco años, mi único miedo sería que
me manden a dormir sin postre. Hacerse adulto es irse cargando de
temores: plazos de entrega, números de cuenta en rojo, enfermedades y
cosas que pueden salir mal.
Cuando comprendo eso –y que la bici tiene freno de mano– comienzo a
pedalear de verdad. De repente, el viento corre a mi alrededor. La
bicicleta avanza ¡Estoy derrotando a las leyes de la física, a toda mi
historia personal, a todas las hermanitas repelentes del mundo!
Y entonces me estrello de cara contra un poste.