jueves, 10 de febrero de 2011

"Los hermanos Arango" ( Parte 4)


Hasta que una mañana, don Jáuregui, el sacristán y cantor, entró a la plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado don Juan. La crin era blanca y negra, los colores mezclados en las cerdas lustrosas. Lo habían aperado como para un día de fiesta. Doscientos anillos de plata relucían en el trenzado; el pellón azul de hilos también reflejaba la luz; la montura de cajón, vacía, mostraba los refuerzos de plata. Los estribos cuadrados, de madera negra, danzaban.

Repicaron las campanas, por primera vez en todo ese tiempo. Repicaron vivamente sobre el pueblo diezmado. Corrían los chanchitos mostrencos en los campos baldíos y en la plaza. Las pequeñas flores blancas de la salvia y las otras flores aún más pequeñas y olorosas que crecían en el cerro de Santa Brígida se iluminaron.

Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, junto a la sombra del eucalipto; hasta le dio de latigazos y le hizo pararse en las patas traseras, manoteando en el aire. Luego gritó, con su voz delgada, tan conocida en el pueblo:

- ¡Aquí está el tifus, montado en el caballo blanco de don Eloy! ¡Canten la despedida! ¡Ya se va, ya se va! ¡Aúúúú! ¡Aú ú!

Habló en quechua. y concluyó el pregón con el aullido final de los jarahuis, tan largo, eterno siempre:

- ¡Ah. . í í í! Yaúúú. . . yaúúú! ¡El tifus se está yendo; ya se está yendo!

Y pudo correr. Detrás de él, espantaban al tordillo algunas mujeres y hombres emponchados, enclenques. Miraban la montura vacía, detenidamente. Y espantaban al caballo.

Llegaron al borde del precipicio de Santa Brígida, junto al trono de la Virgen. El trono era una especie de nido formado en las ramas de un arbusto ancho y espinoso, de flores moradas. El sacristán conservaba el nido por algún secreto procedimiento; en las ramas retorcidas que formaban el asiento del trono no crecían nunca hojas, ni flores ni espinos. Los niños adornábamos y temíamos ese nido y lo perfumábamos con flores silvestres. Llevaban a la Virgen hasta el precipicio, el día de su fiesta. La sentaban en el nido como sobre un casco, con el rostro hacia el río, un río poderoso y hondo, de gran correntada, cuyo sonido lejano repercutía dentro del pecho de quienes lo miraban desde la altura.

Don Jáuregui cantó en latín una especie de responso junto al "trono" de la Virgen, luego se empinó y bajó el tapaojos, de la frente del tordillo, para cegarlo.

- ¡Fuera! gritó- ¡Adiós calavera! ¡Peste!

Le dio un latigazo, y el tordillo saltó al precipicio. Su cuerpo chocó y rebotó muchas veces en las rocas, donde goteaba agua y brotaban líquenes amarillos. Llegó al río; no lo detuvieron los andenes filudos del abismo.

Vimos la sangre del caballo, cerca del trono de la Virgen, en el sitio en que se dio el primer golpe.

- ¡Don Eloy, don Eloy! ¡Ahí está tu caballo! ¡Ha matado a la peste! En su propia calavera. ¡Santos, santos, santos! ¡El alma del tordillo recibid! ¡Nuestra alma es, salvada!

¡Adiós millahuay, despidillahuay. . . ! (¡Decidme adiós! ¡Despedidme . . . ! ) .

Con las manos juntas estuvo orando un rato, el cantor, en latín, en quechua y en castellano.

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